Democracia y pensamiento crítico en la coyuntura Centroamericana y
Caribeña actual
Guillermo Gómez
Santibáñez
Universidad
Politécnica de Nicaragua
1. La democracia política
Indudablemente los
escenarios del devenir político, social y económico de Centroamérica no son los
mismos de hace treinta años. La forma de hacer política o el ejercicio del
poder político tampoco son los mismos, aunque los políticos, al menos en
Nicaragua, siguen siendo los mismos desde hace treinta años o más. No ha habido
relevo generacional, algunos han evolucionado hacia la gerencia empresarial y
otros se han quedado detenidos en el tiempo, sin discursos y sin propuestas
programáticas.Aun así, las demandas sociales tienen el mismo sonido altisonante
y la misma letanía,pero los actores sociales, en gran medida, ya no son lo
mismo, han cambiado.
Los hechos turbulentos
que marcaron la década de los años 80, principalmente en Centroamérica, fueron
efectos de procesos socioeconómicos más conocidos como “ajustes estructurales”
y que incluyeron constantes luchas de resistencia popular contra dictaduras
militares, que bajo la orientación de
una implantación democrática, defendieron la idea de respaldar la modernización
de la vida política.
Los procesos de lucha y
resistencia popular y la exigencia de una democracia política en Centroamérica
se originan al interior de una clase social de tipo oligárquica, donde la lucha
por el poder estuvo determinada por la propiedad de la tierra, más que por el
uso del capital. Esto quiere decir, que el problema fundamental radicó en una
nueva forma de explotación basada en las relaciones de trabajo forzoso y en el
dominio ideológico de la educación, más que en el salario libre. Este fenómeno
predominó en América Central hasta la década del 40 del siglo XX. A partir del
período de la segunda posguerra,la clase oligárquica, que no fue inclusiva ni
democrática, no pudo asegurar el control social y el poder político, mantenido
por la fuerza militar, su aliada tradicional. Se comienzan, entonces, a
producir señales de descontento social y político, manifestados en nuevas
formas de protesta social con nuevos actores.
La lectura política de
estos acontecimientos, acaecidos entre los años 70 y 80, cuando ya es posible
interpretarlos con cierta objetividad por la distancia del tiempo en que
ocurrieron, nos hace pensar que en la reconfiguración de los nuevos escenarios
políticos para nuestra región, se hace imperioso señalar que los tiempos que
nos toca vivir son paradójicos; ello nos exige buscar una solución política que
ponga en discusión, dentro de un escenario amplio y plural, la racionalidad del
conocimiento y sus postulados epistemológicos; todo ello en función de una
mayor comprensión de la realidad política y social que actualmente queremos construir
y articular en los países de la región Centroamericana. Este sentimiento de
urgencia, nos da, por un lado el impulso de acciones que no toleran más las
desigualdades sociales, pero también, por otro lado, alimenta la idea de que la
vía para resolver los conflictos no es otra que la guerra y la violencia.
Frente al sistema capitalista,generador
de tanta desigualdad y explotación,necesitamos la inteligencia y creatividad para
construir soluciones alternativas que produzcan cambios, tanto en su forma como
en su fondo, en su estructura; cambios que trastoquen el ethoscivilizacional.
Se trata, en otras palabras, de transformar el poder y reconducirlo para que
las sociedades tengan las posibilidades de ver otros horizontes, más
esperanzadores y emancipatorios.
La década de los años
90 vino a inaugurar un tiempo regresivo en el concierto mundial; primero,
porque la desintegración de la Unión Soviética y el desplome del “Muro de
Berlín” dio el paso, de un mundo bipolar, a un mundo unipolar, imponiéndose así
la hegemonía del norte sobre el sur; segundo, porque el modelo keynesiano, de
un Estado de bienestar social, regulador, es absorbido por el modelo
neoliberal, donde todo se debe desregularizar para poner las industrias públicas y los servicios
bajo el prisma de la privatización y los juegos del libre mercado.
Las dos visiones del
mundo bipolar dejan de estar en disputas interpretativas de la realidad, y una
subsume a la otra para alinearse al pensamiento único bajo la teoría del fin de
la historia de Fukuyama. Se proclama así entonces el triunfo político e
ideológico de la democracia cuyo sinónimo es “democracia liberal” y el triunfo
de la economía con su sinónimo “economía capitalista de mercado”.
2. La crisis de la democracia y su institucionalidad
Algunos analistas se atrevieron a afirmar, hace algún
tiempo, que América Latina era “la región más democrática del Tercer Mundo”. Sin
embargo, eso no ha sido así en la realidad. En rigor, nuestras democracias,
confundidas entre su esencia y aparencia, han sido más oligarquías o plutocracias,
es decir, gobiernos de las minorías en provecho de ellas mismas; su componente
democrático no se deriva de lo que realmente es, sino de la caída de las
dictaduras de doctrina de seguridad nacional, pero no han sido democracia.
A partir de mediados de los años 80, la mayoría de los
países de la región latinoamericana comenzaron a implementar de forma ortodoxa
el programa del neoliberalismo, pontificado por el decálogo del Consenso de
Washington, impuesto bajo las condiciones creadas por la Doctrina de seguridad
nacional. En América Latina conoceremos este proceso como los ajustes estructurales, una especie de
pauta o guión para sancionar las distorsiones del mercado, la cual se les
impuso a los estados y a los gobiernos, convirtiendo la burocracia pública en
apéndice de las gigantescas burocracias privadas.Sus elementos más sustantivos son: a) estabilización
macroeconómica a través de una política fiscal y monetaria restrictiva; b) la
liberalización drástica del comercio exterior, de los mercados nacionales y del
capital; c) la reducción del Estado a través de la privatización.Estas medidas
se ajustaban a las prescripciones de la contrarrevolución neoclásica, en los
estudios del desarrollo que se inició hacia finales de los años setenta, pero
también al nuevo enfoque, favorable al mercado, que a comienzo de los años
noventa impulsó el Banco Mundial.
Por su parte, los estudios políticos sobre la
democracia en América Latina entraron en una navegación epistémica hacia el
paradigma de la “teoría de la transición”, cuyo enfoque principal se centra en
relevar los factores institucionales y considerar las democracias occidentales
del mundo desarrollado como su horizonte normativo. Desde una perspectiva
liberal democrática, sustentada por una libertad individual y por una igualdad
político-jurídica, se simplificó la democracia y se le confirió validez bajo un
concepto unidimensional y elitista de sello schumpeteriano, alimentado por la
idea de poliarquía de Dahl. Se resignificó entonces la democracia como
“democracia electoral” cuyos actores políticos relevantes lo constituyeron las élites,
los gobiernos y los partidos.
Esta teoría de la transición, que pronosticó que los
procesos de democratización traerían a América Latina el desarrollo tan
anhelado, se ha dado contra la pared, pues al ser pensada y diseñada sobre la
experiencia de los países del centro, no fue capaz de contemplar a los países
de la periferia en su complejidad social, ni menos en sus verdaderos niveles de
pobreza y desigualdad.
Lo cierto es que en un balance objetivo y un recuento histórico de lo que ha pasado en
estos últimos treinta años en América Latina, los análisis dan cuenta que, en
lo que respecta especialmente a la región centroamericana, existe un cierto
“cuento chino”, es decir, medias verdades, al fabricarse una historia de
progreso social y político sobre el desarrollo de nuestros países, cuando la
verdad es que por detrás de la retórica tejida en torno a los cambios
alcanzados, las estructuras del poder económico y político han permanecido
intactas. Las promesas hechas de que a más democracia de un país, más justicia
y menos desigualdad, no las hemos visto hasta ahora, y lo peor del caso es que
la desigualdad social ha crecido simultáneamente con el llamado “crecimiento de
la democracia”.
Cuando nuestros países abandonaron las dictaduras
militares, eso no significó entrar a la democracia. El tránsito hacia regímenes
democráticos fue producto de un proceso gradual en el que intervinieron
diversos factores, pero que se concretó como resultado de un debilitamiento del
poder autocrático, un desgaste de la cúpula dirigente, en su mayoría
cívico-militar, por la presión de los movimientos populares y la represión y
violación de los derechos humanos. Fueron éstas las condiciones que
favorecieron lo que Edelberto Torres (2005) llama la “situación (pre) democrática”
y que vinieron a abonar el terreno para la implantación democrática. Este
último término es un concepto que desarrolla Torres y lo explica como la idea
de poner en práctica instituciones y procesos nuevos, pero adaptables a una
realidad que no los rechaza.
En otras palabras, nuestras incipientes y fallidas
democracias, bajo un proceso transicional, no han cambiado en absoluto en el
fondo. La transición contiene elementos de una implantación y lo que propone no
es un nuevo modelo, sino una variante de la transición. El llamado desarrollo
democrático en nuestros países estuvo caracterizado más bien por la
reproducción de instituciones políticas que garantizaron en parte elecciones
periódicas y pusieron énfasis en las libertades civiles y políticas; sin
embargo, en los procesos electorales, las élites políticas reprodujeron, sin
ningún cambio, el modelo excluyente, heredado de los viejos vicios políticos
oligárquicos, y el ejercicio vertical del poder.
Nuestros paises latinoamericanos necesitan con urgencia
hacer el ensayo de repensar la democracia, sacudiéndose la visión universalista
y occidental aprendida y que favorece la concepción lineal y estática de los
procesos democráticos. En el caso de Centroamérica, los procesos
modernizadores, que han arrastrado como consecuencias prácticas
democratizadoras, exigen la consideración de experiencias históricas
particulares, debido a que nuestros países han escrito con lágrimas y sangre
sus luchas y demandas, articuladas por fuerzas sociales representativas que aspiran
a las transformaciones políticas, siempre postergadas y puestas al margen de
una agenda social consensuada.
La relación entre la democracia y la desigualdad social,
la interdependencia entre la política y las variables socioeconómicas, son los
factores sustantivos para considerar, al momento de repensar y resignificar la democracia para
los países de nuestra región.
Nicaragua, en particular, no ha podido llegar todavía a
un nivel aceptable de estabilidad política y madurez institucional, precisamente
porque su problema fundamental es de tipo político e institucional y esta
carencia ha impedio que se puedan construir bases sólidas sobre las cuales
asentar las condiciones necesarias para el desarrollo y la madurez democrática.
Las bases institucionales sobre las cuales se instaló
el contrato social en el Estado moderno, y que ha servido de modelo para
nuestra institucionalidad, está atravesando por una crisis de paradigma
generalizado. La legalidad y la institucionalidad, dos soportes del desarrollo
y la consolidación de la democracia, y que han funcionado como posibilidad,
control y límite del poder en Nicaragua, por la naturaleza de su cultura
política, no han sido origen y contenido del poder, sino su instrumento. Esto
explica de alguna manera, según Serrano Caldera,(2009) la ruptura entre el Poder y el Derecho.
La explicación de este divorcio entre el poder y el
derecho, el propio Serrano la aborda bajo los siguientes argumentos: frente a
la lucha por la conquista del Estado de Derecho hay tres elementos implicados
en su conceptualización que deben ser considerados para entender su dinámica.
Primero, el poder debe estar subordinado a la ley; segundo, la
institucionalidad es causa y cauce del poder, y tercero, el Derecho es el
sistema que pone límites al poder. Estos factores interrelacionados, son los
que fundamentan el Estado de Derecho y establecen plenamente el Principio de
Legalidad (Serrano, 2009:1).
Frente a la lógica que plantea que el Estado de Derecho
condiciona y subordina el poder a la ley, Serrano pregunta: y la ley ¿a qué y a
quién debe estar subordinada? Su respuesta es: las leyes y las instituciones no
bastan por sí solas para resolver los problemas. Aún cuando ellas sean muy
necesarias, la ley necesita imperativamente de la voluntad colectiva para
expresar su normatividad:
En su más recto
sentido, el Derecho es la última fase de todo proceso social, histórico y
cultural. No basta pues la legalidad, se requiere también la legitimidad. La
legalidad la da la participación del órgano competente y el cumplimiento de las
formalidades procesales; la legitimidad, el respeto a la opinión pública y a la
voluntad general (Serrano, 2009:3).
Serrano introduce en su
reflexión un concepto interesante: el de conciencia
de legitimidad; con esto hace referencia a que Nicaragua necesita una nueva
cultura política, que implica la reconstrucción de una institucionalidad
política y jurídica, cuya base sean la ética, la voluntad general y los valores
universales. De este modo, es posible que en Nicaragua la democracia y el
Estado de Derecho sean los vehículos verdaderos que articulen, de manera
consensuada, que la legalidad supedite el poder y la ley a las instituciones y
que la legitimidad subordine a ambas a las reales necesidades de la voluntad
colectiva y a los Derechos Humanos como valores universales (Serrano, 2009:3).
3. La
crisis de legitimidad democrática.
La legitimidad y
justificación del poder estatal hunde sus raíces en el legitimismo dinástico y
en la idea sacral o sacerdotal de la autoridad gobernante. El desarrollo
político de la institucionalidad democrática del siglo XX es posterior a la
representación religiosa del poder estatal y llegó virtualmente agotado.
La justificación del
poder estatal perdió toda su fuerza persuasiva al querer legitimarse en una
sociedad que promueve la igualdad y que ha desacralizado la realidad,
desplegando una visión laica del mundo.
En medio de este vacío
de significaciones, que le quita soporte legítimo al ejercicio del poder, el
carácter democrático de la legitimidad sólo puede venir de la eficacia del
consentimiento popular, de la soberanía del pueblo. Esta perspectiva de poder
ciudadano, no sólo es funcional al conjunto de circunstancias sociales, sino
que se convierte en una idea-fuerza que incita a la imaginación y al compromiso
militante.
Un elemento legitimador
que quiso sustituir el carácter mágico y la eficacia soberana del poder estatal,
fue el de la racionalidad ilustrada que, bajo el argumento de la
especialización profesional, buscó someter las decisiones colectivas a las
competencias cognoscitivas. El sentido de esta perspectiva racionalista llevó a
creer al tecnócrata que el derecho a gobernar está en su propia competencia y
saber, y no en el ascenso o la designación popular. La racionalidad técnica y
científica, convertida en tecnocracia, busca la aptitud de los medios, no de la
moralidad de los fines y, por tanto, no puede ofrecer las respuestas deseadas.
Poder y conocimiento sólo pueden convencer al ciudadano medio porque plantean
la ida de la idoneidad de los dirigentes y porque presuponen que el
comportamiento de éstos últimos encauzará sus acciones y su desempeño político
dentro de la legitimidad democrática que la investidura les demanda.
La idea de democracia y su encarnizada lucha por
apropiársela, ha conducido a una desemantización del término y ha reducido el
concepto a un simple nudo de connotaciones que ha generado dura resistencia a
cualquier intento de aclaración o verificación.
Las vías que se han
seguido para establecer posibilidades de legitimación democrática, al menos en
nuestra región latinoamericana, han sido, por un lado, la legitimidad al crédito, es decir, la que ha instalado dictaduras
militares bajo el reconocimiento tácito que el régimen de fuerza es un esfuerzo
represivo, al servicio del rescate y defensa de la democracia. Esta legitimidad
al crédito tiene un carácter de invocación al futuro para revertir el presente
repulsivo y redimirlo.
Esta invocación tiene
un sentido sacrificial, pues la brutalidad y el horror son pasajeros para
recibir la recompensa de tiempos mejores. El orden de facto amortigua la
hostilidad y la desesperación de la gente, aludiendo a la democracia como
factor hipotético de compromiso y fidelidad a una forma política provisional
para conseguir la credibilidad, tanto en el plano nacional, como internacional.
Por otro lado, se constituye también en legitimador, la metafisización de la democracia; es decir, ésta deja de ser un
conjunto de métodos e instrumentos empíricos, que hacen posible algún nivel de
ejercicio de poder ciudadano, para transformarse en una cualidad inherente a la
acción de cierto agente social, ya sea clase social, etnia, partido, sindicato
o movimiento social. Un elemento muy interesante de esta metafisización es el
papel que juegan las vocerías de estos agentes sociales, como el de proclamar
el compromiso consustancial de sus representaciones institucionales con los
objetivos materiales que el proceso democrático quiere viabilizar; tales como
la igualdad, la libertad, la participación, la justicia, o el bienestar
popular. En nombre de esa proclama y su
vocería se erigen como auténticos
representantes de la causa democrática e
intérpretes autorizados.
- La construcción ciudadana y el reinvento de la democracia en Centroamérica
El debate sobre la
ciudadanía se abrió paso y se instaló en la agenda democrática mundial con el
despertar europeo de los rigores de regímenes autoritarios surgidos en la
Segunda Guerra Mundial. En la región latinoamericana se inserta paralelamente al
período de transición democrática que comienza a surgir en la década de los
años 80. Los factores condicionantes, de orden internacional de la emergencia
ciudadana, los podemos sintetizar así:
a)
La crisis del llamado Estado de bienestar que se origina en Europa
y se extiende al resto de los países a comienzo de los años 70 del siglo XX y
que producirá una considerable disminución en la extensión de los servicios
sociales, con efectos negativos sobre la protección de los derechos sociales
universales proclamados hasta el momento.
b)
El colapso del socialismo en el horizonte simbólico y político de Occidente vino a
significar para la izquierda en América Latina, reconsiderar el discurso de
ciudadanía como una alternativa frente a la democracia minimalista y al
discurso hegemónico del neoliberalismo y establecer una fusión entre ciudadano,
Estado y economía, resaltando los derechos ciudadanos como un elemento central
para reconfigurar, bajo una nueva perspectiva, la democracia y la justicia.
c)
La globalización
y su efecto migratorio masivo, hacia
finales del siglo XX y comienzos del XXI, está marcada por su masividad en
escenarios totalmente nuevos. Mientras los procesos migratorios de finales del
siglo XIX y comienzos del XX, obedecen a factores de poblamiento de espacios
vacíos y colonización territorial, en América se experimenta actualmente una
emigración cuyos factores expulsores son la falta de fuentes de empleos y
mejores condiciones económicas. Esto implicará ocupar nuevos y viejos espacios
laborales dentro de una nueva división del trabajo nacional e internacional,
que viene a reconfigurar los procesos migratorios y redefinir el concepto
tradicional de ciudadanía, asociado al
de nación y nacionalidad.
Cabe
mencionar también que dentro de esta misma perspectiva, hoy existen miles de
personas de Centroamérica, ciudadanos legales de sus países, que emigran hacia
Estados Unidos, Costa Rica, El Salvador, México y España y que, sin ser
ciudadanos, reciben ciertos beneficios correspondientes a derechos sociales y
civiles. La migración, en su marco globalizador, abre el debate sobre el
multiculturalismo, que reconoce el respeto de la diversidad cultural y étnica,
dentro de un Estado de Derecho, pero que, bajo el concepto liberal de
ciudadanía que se funda en los derechos del individuo, el horizonte de las
identidades y los derechos colectivos, se pierde completamente.
d)
Los procesos emancipatorios de los
movimientos de mujeres en la región han sido beligerantes, construyéndose así
nuevos escenarios con nuevos sujetos y actores políticos relevantes que han
exigido transformar los modelos patriarcaleshistóricos, donde la idea de
ciudadanía ha sido androcéntrica y excluyente frente al género, negándosele sus
derechos políticos. Otros actores invisibilizados y anatemizados han sido los
movimientos de la diversidad sexual (lésbico-gay), de donde surge la propuesta
“qeer”, como un cuestionamiento a la
sexualidad dominante, que se ampara en categorías binarias, mutuamente
excluyentes y sin las leyes que reconozcan sus derechos y diferencias. Dentro
de esta misma exclusión podemos mencionar a los indígenas, que históricamente
han sido estigmatizados por su diversidad cultural. Los procesos de “racialización”, que establecen las
relaciones entre colonizadores y colonizados; las formas históricas de control
del trabajo o explotación del capitalismo; la cosmovisión eurocentrista que domina las subjetividades y
las formas del conocimiento y el establecimiento de un sistema nuevo de control
colectivo, bajo la figura hegemónica del Estado-nación, han hecho que la colonialidad del poder sea un referente
del patrón de dominación que reproduce los fundamentos originales de la matriz
colonial, negando así al indígena su verdadera ciudadanía autóctona y su
espacio de autonomía, como también su integración a una unidad
político-administrativa, ignorando sus derechos colectivos.
La ciudadanía es un
concepto que se origina en el pensamiento sociológico del británico Thomas
Marshall, (2008[1950]) y que la define como el “status que se le concede a los
miembros de pleno derecho de una comunidad, siendo sus beneficiarios iguales en
cuanto a los derechos y obligaciones que implica”. Otra definición procede de
Thomas Janoski, (1998) para quien la ciudadanía es: “la membresía pasiva y
activa de individuos en un Estado-nación con ciertos derechos universales y
obligaciones en un dado nivel de igualdad”.
No es este un espacio
para profundizar en el soporte teórico de las anteriores definiciones, sin
embargo, podemos hacer una descripción muy breve de cuál es la noción de
ciudadanía que sostienen cada uno de estos teóricos.
En el caso de Marshall,
parte de una concepción weberiana, donde la clase se sustenta en la ley y las
costumbres y en un tipo social generado por el vínculo de la propiedad y la
educación, con el funcionamiento de la estructura productiva (Sojo:2002). Desde
esta perspectiva la ciudadanía viene a significar un status que se le asigna a cada uno de los miembros que forman parte
de una comunidad. Mientras el status garantiza los derechos y deberes, la clase
social es el resultado de un sistema de desigualdad. En la ciudadanía, Marshall
distingue tres dimensiones fundamentales: la civil, la política y la social, y
aunque se le ha criticado por haber encontrado un desarrollo cronológico
demasiado secuencial, estos no son autónomos e interactúan uno con otros de
manera inevitable. Marshall entenderá los derechos civiles como los derechos
necesarios para la libertad individual. Son los que le permiten al ciudadano su
seguridad y autonomía respecto del Estado. Los derechos políticos serán el
derecho a participar en el ejercicio del poder político, ya sea investido de
poder político o como simple elector: los derechos sociales, por su nivel de
expansión, los entiende como derecho al bienestar, a la seguridad y a compartir
con el resto de la comunidad su herencia social (Marshall:1992).
Los derechos ciudadanos
son un proceso histórico de carácter contradictorio, por cuanto por un lado
está la tendencia natural del capitalismo a crear desigualdades y por otro lado
la tendencia igualitaria de los derechos ciudadanos, cuyo centro es la
democracia.
Por su parte Janoski,
(1998) en su definición, deja planteados algunos problemas que se generan a
partir del concepto mismo de ciudadanía, veamos:
1.
La dimensión jurídica. Hace referencia a
la pertenencia y adscripción formal a un Estado-nación, lo que implica poseer
nacionalidad.
- La ciudadanía como factor de pertenencia es posterior a la nacionalidad y ello hace posible que las personas que gozan del otorgamiento de reconocimiento de pertenencia al Estado-nación tengan plena garantía de sus derechos. Los procesos globalizadores y transculturales, han obligado a crear mecanismos para resolver los complejos problemas generados por la inmigración ilegal de los comienzos del siglo XXI, principalmente hacia los Estados Unidos, bajo un modelo integracionista y un modelo con criterios étnicos aplicados a quienes emigran hacia Europa.
- La democracia es un concepto que ha funcionado dentro del entorno territorial del Estado-nación. La consideración de las dimensiones de espacio y tiempo en el cual funciona, está asociada a la noción de democracia y ciudadanía que la modernidad constituyó como un sistema de control colectivo. La globalización vino a cuestionar la triada Estado, democracia y ciudadanía, por cuanto el Estado ha perdido soberanía como resultado de las economías interdependientes y la movilidad social constante de las personas.
En la región
centroamericana, aunque la fase de transición democrática se ha completado,
pasando de regímenes militarizados a regímenes políticos-institucionales, con
órganos constitucionales, el proceso de consolidación democrática sigue
constituyendo un desafío permanente en nuestros países; ello porque exige un
mayor tiempo de duración y de profundización de los procesos democráticos,
hasta lograr que la voluntad colectiva y los grupos significativos de la
sociedad acepten las instituciones y la legitimen.
La democracia en los
países de nuestra región ha sido un tema de profundos debates, sobre todo en lo
que respecta a sus conceptos centrales. Este debate, enmarcado en los procesos
históricos de transición democrática, sostiene que la democracia se produce hoy
bajo las siguientes condiciones:
§ La
consolidación fáctica de la democracia
electoral que caracteriza a todo el continente.
- Un desencanto generalizado en la región sobre los resultados insatisfactorios de una democracia defectuosa en términos de justicia social, eficacia gubernamental e inclusión política.
Los procesos de
consolidación democrática en la región han privilegiado una visión dicotómica
entre autocracia versus democracia, que ha dificultado distinguir entre
democracias liberales enraizadas y sus subtipos debilitados que se expresan
bajo la condición de democracias defectuosas (Merkel, 2008:21). Por razones de
espacio y porque no es objeto de este texto explayarme sobre el tema,
simplemente me limitaré a unas muy breves consideraciones sobre este último
punto.
La llamada democracia
enraizada (Merkel, 2008:5), se caracteriza por defender la idea de que las democracias constitucionales estables
están integradas de dos formas:
§ Internamente,
la interdependencia e independencia de diferentes regímenes parciales de una
democracia que aseguran su existencia normativa y funcional.
§ Externamente,
los diferentes regímenes parciales están integrados en esferas de condiciones
favorables para la democracia, que la protege tanto de los choques externos e
internos conservando su estabilidad.
Se entiende, dentro de
esta teoría política, que la democracia enraizada mantiene el juego de la
interdependencia del régimen electoral,
derechos políticos, derechos civiles, control horizontal de poderes, capacidad
efectiva para gobernar. Como variantes específicas de los regímenes
parciales de una democracia, existen los tipos de democracia defectuosa
caracterizada por el deterioro de alguno de los regímenes parciales de una
democracia enraizada, si el daño desarticula la forma de la lógica de una
democracia constitucional. Estos subtipos de democracia defectuosa son: la democracia exclusiva, democracia
tutelada, democracia iliberal, democracia delegativa.
Las causas que dan
razón de los factores de una democracia defectuosa, son de difícil consenso
general y la respuesta satisfactoria dependerá más bien de la capacidad de
articular combinaciones específicas a partir de oportunidades estructurales, de
acciones de los actores sociales según el contexto de cada país. Algunas
hipótesis de trabajo sobre el tema pueden dejar abierta la reflexión en la
perspectiva de que ciertas causas tienen los rasgos de la modernización de las
instituciones en sus diversos grados, de las tendencias económicas a que se
someten los gobiernos, del capital social, de la sociedad civil y su
legitimación frente a los viejos actores políticos representados en el sistema
de partidos, de la reinvención del Estado, de la reinvención de las
instituciones políticas y de las tendencias y nuevos escenarios de las
relaciones internacionales y los procesos de la integración (Merkel, 2008:
43-46).
Finalmente, la teoría
que ha desarrollado el soporte epistémico sobre el análisis de la transición y
la consolidación democrática en América Latina, ha tomado como base la teoría
democrática del elitismo democrático
de Weber y Schumpeter, que ha sido dominante en el pensamiento político
occidental. Bajo esta perspectiva analítica, la democracia actúa como un
mecanismo cíclico de rotatividad, que permite elegir a la élite gobernante. El
Estado moderno en su complejidad impide la intervención ciudadana en la
administración estatal y reduce la democracia a un estado minimalista y
elitista, donde la única ciudadanía garantizada es la ciudadanía política y los únicos derechos
propios de la democracia son los derechos políticos.
La democracia entonces
se funda en los derechos políticos, existe en su reconocimiento y deja de
existir en su anulación. La fundación de la ciudadanía así no reconoce otras
dimensiones de la democracia, más que las que acotan a ésta a la teoría
elitista de la democracia, es decir, la democracia que es poder elegir a los
gobernantes (democracia minimalista) y la que sólo sirve para cambiar a la élite
gobernante (Olvera, 2008:43-44).
5. La democracia y sus no lugares
Las corrientes
minimalistas suelen definir la democracia como un mecanismo o procedimiento
para la elección de gobernantes. Esta definición reduccionista de la
democracia, usada principalmente por políticos, constituye un recorte
institucional que facilita el trabajo, mejora las relaciones y sirve como un
modo de resolución de conflictos.
El neoliberalismo, que
se ha impuesto como un proceso de reforma del Estado, ha estado acompañado de un discurso que ha
consolidado la democracia básicamente a un régimen procedimental, es decir,
como competencia y negociación y no como construcción y aprendizaje colectivo.
Bajo el
procedimentalismo democrático, el neoliberalismo reedita la vieja democracia
liberal en el cual los individuos aparecen un instante en la política para
renovar periódicamente la entrega de su libertad al estado. Esta es una
práctica ritual del mito del contrato social que viene a constituir al Estado.
En la democracia liberal, el rito de legitimación y renovación del contrato
social consagra la entrega de la libertad de los individuos en cada momento
electoral. Bajo la mentalidad del modelo de mercado el rito es renovado y
realizado por aquellos que deciden ser mediadores de la entrega de la libertad
de otros.
El procedimentalismo es
un modo de neutralizar y reducir lo social. De aquí entonces que el
neoliberalismo es la negación de la racionalidad democrática, pues impide la
coexistencia de varias alternativas de desarrollo, imponiendo una definición
monolítica de la estrategia de desarrollo económico; ésta desmonta las formas y
los espacios políticos que son un obstáculo a la transnacionalización de los
procesos de acumulación y apropiación del plusvalor del relanzamiento del
capital.
La reforma neoliberal
en América Latina ha sido des-democratizadora, por cuanto ha permitido a muchos
sostener una estrecha relación entre mercado y democracia (tercera ola). Esto
ha significado que la democracia se ha organizado como competencia y selección
en función del capital y de las élites gobernantes. En tanto los sistemas de
partidos experimentaron un vacío de significado y un extraordinario predominio
de los empresarios, según las demandas de sus inversiones, el neoliberalismo
redefinió y rediseñó la democracia de acuerdo a sus propios intereses y se
convirtió en la conciencia y discurso monopólico que quiere reducir el peligro
redistributivo y el de las limitaciones a la acumulación.
Un aspecto que
considero necesario dejar en claro es que la democracia está incorporada en
nuestro imaginario social, pero ha sido delimitada al marco estrictamente
electoral. Los partidos políticos han explotado muy bien esto en su beneficio.
Lo que hay que señalar, sin embargo, es que la democracia no nació, ni se ha
perfeccionado en la modernidad, como un procedimiento meramente electoral. De
acuerdo a la tradición aristotélica la democracia es un proceso social y
político que nace cuestionando la propiedad oligárquica de la riqueza y su
efectiva pero parcial redistribución de la misma. La idea de democracia y su
práctica, históricamente ha servido como termómetro y regulador de las
formas de gobierno y su participación
deliberativa de cara a reducir la desigualdad social y económica.
En el discurso
neoliberal la democracia es procedimental, apela a su forma y a su contenido,
pero es discontinua en su aplicación, en su lugar y tiempo, debido a que se
desplaza permanentemente. Para muchos, en principio, la democracia es
resolución de conflictos, ya que se tiene la idea que su aplicación y el
respeto a ella deviene en paz y justicia, pero lo que en verdad sucede es que
la democracia es un planteamiento de un
conflicto específico en torno a algún tipo de desigualdad existente. En
esto hay un asunto clave; la democracia no es la simple solución de un problema
colectivo, sino el desarrollo de una forma política que implique el ejercicio
de la igualdad.
Aquí hay un aspecto muy
importante que quiero subrayar; los partidos políticos, tanto de izquierda como
derecha en Nicaragua, deben tener bien claro que la democracia no es la
conquista del poder para tener poder y defender privilegios, sino que el poder
se conquista para ejercer la igualdad política, para atacar la desigualdad
social y económica, entre tantas otras forma de desigualdad social. Cuando esto
no sucede en la vida política, de manera regular y en la forma de gobierno
vigente, entonces los impulsos democratizadores se generan de manera endógena
al sistema y los conflictos son planteados por fuerzas sociales y políticas
constituidas o reconstituidas, para problematizar algunas desigualdades o algún
aspecto del conjunto de desigualdades existentes.
Los procesos
democratizadores pueden ocurrir cuando se cuestiona el orden establecido y sus desigualdades.
Estos no siguen procedimientos, sino que los desbordan debido a que los
procedimientos existen para reproducir las cosas como están ahí, donde se dan
las desigualdades.
Comparto la afirmación
de J. Ranciere, (2008) de llamar orden policial
al sistema institucional que mantiene el lugar para cada clase, grupo,
individuo, y a la desigualdad organizada y reproducida en lugares y jerarquías.
Por eso me atrevo a
decir que en Nicaragua, como en América Latina en general, no hemos tenido
verdadera democracia nunca, y los llamados procesos democratizadores
transicionales o pos dictatoriales y pos transicionales no han sido más que
remedos de democracia. Lo que ha imperado en nuestras seudodemocracias han sido
“plutocracias”. Las democratizaciones ocurren cuando se constituyen sujetos con
autonomía que cuestionan y modifican el orden policial existente por algún lado
o en su totalidad y cuando éstos surgen de revueltas igualitarias o de procesos
que buscan reformas en la distribución del poder político y socioeconómico para
reducir su carácter monopólico.
El lugar de la
democracia no está en los sistemas de partidos, ni en las urnas del sistema
electoral, ni en las instituciones del Estado;éstos no son más que puntos
críticos de tránsito de su desplazamiento y de su expresión procesual del poder
político. El lugar verdadero de la democracia está fuera del orden policial,
está en su negación. Las revueltas sociales y las crisis políticas que
Nicaragua ha tenido en sus últimos treinta años, no han sido más que un
cuestionamiento al orden policial organizado por el sistema liberal y
neoliberal, que ha reproducido el eje colonial. Los partidos políticos están en
crisis porque estos procesos y lugares se han vaciado de política democrática,
han sido presa de la corrupción y se han convertido en instrumentos funcionales
al sistema que legaliza la concentración del poder y el excedente.
Finalmente, sobre este
punto, el lugar de la democracia está precisamente en los tiempos de crisis. En
Nicaragua vivimos esta crisis. La llamada “crisis de la institucionalidad”, de
los “poderes de facto”, no es más que el planteamiento de las disputas por el
excedente, la soberanía y la igualdad política producidas por la autonomía de
sujetos y autonomías políticas críticas. El lugar de la democracia es hoy la
disputa por la territorialidad de los diferentes grupos y movimientos sociales,
algunos auténticos y otros pseudos. La democracia no tiene lugares
privilegiados como un sistema de partidos; el conflicto social y la libertad colectiva
trabajan y organizan su comunicación fuera del orden policial y es aquí donde
se producen los lugares de la democracia como conjunto de puntos críticos.
Curiosamente la
democracia se reduce cuando las desigualdades se estabilizan y legalizan y lamentablemente
los sistemas de partidos han sido instrumentos para legitimar las
desigualdades. La democracia, al ser un régimen de redistribución del
excedente, necesita financiarse con parte de ese mismo excedente, pues eso
demuestra su capacidad de retención política como Estado. Un Estado que no
tiene capacidad para autofinanciarse no es democrático. Las actuales reformas
que ha experimentado el Estado, como resultado de las políticas neoliberales,
han entregado el excedente nacional al capital oligárquico local y al
transnacional.
En Nicaragua ha
sucedido que el lugar de la democracia ha sido un fuerte cuestionamiento a los
ejes colonialista y neoliberales que han reafirmado el diseño que nos dice que
debemos trabajar para otros y obedecer la voluntad de los monopolios.
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