HABLEMOS
DEL SENTIDO DE LA VIDA
Guillermo Gómez
Santibáñez
Teólogo,
profesor de Filosofía y Director del CIELAC/UPOLI
Si ustedes me lo
permiten, quiero hacer un intento de poner, en pocas líneas, una reflexión
sobre “la búsqueda de sentido”; un tema que generalmente es objeto de
preocupación e interpretación religiosa, pero que sin embargo, no deja de estar
presente también en las conversación cotidianas de mucha gente, que frente a
cada circunstancia de la vida personal, busca el sentido de la vida como un
horizonte o referente para su existencia.
La pregunta por el
sentido de la vida no es nueva, es de vieja data. Ya en la tradición cultural griega
presocrática es posible hallarla; en las máximas de los siete sabios (s. VII
a.C), que en sus coloquios del templo de
Delfos expresaban su sabiduría en frases breves e imperativas; una sabiduría gnómica (máxima), muy simple y de fácil
acceso al pueblo y que servía para orientar las necesidades éticas y políticas
en circunstancias de convulsión social, política y económica. En esta sabiduría
se advierte una reflexión próxima al individuo y la sociedad que se acerca a la
filosofía.
También está presente en
el maestro Sócrates, que en su filosofía de la ciudad se interesa en el
conocimiento de la virtud para practicarla en beneficio de la polis. “Conócete a ti mismo” (Axioma
inscrito en el frontispicio del Templo de Apolos en Delfos) es el punto de
partida de la filosofía socrática. La investigación socrática se refiere a la
vida humana y en torno a ella girarán las conversaciones, indagando sobre la
piedad, la justicia, la belleza, el bien, la felicidad. El conocimiento de
estos temas no tenía un afán contemplativo ni especulativo, sino que buscaba el
perfeccionamiento moral de las personas.
Para Sócrates la verdad
se identifica con el bien moral, esto significa que quien conozca la verdad no
podrá menos que practicar el bien. Saber y virtud coinciden por lo tanto, quien
conoce lo recto actuará con rectitud y el que hace el mal es por ignorancia. A
esta doctrina socrática, de carácter racionalista, se le ha denominado
“intelectualismo moral”.
Pensadores
contemporáneos, de la talla de Kierkegaard, Sartre, Camus, Jasper,
Merleau-Ponty, Haidegger, Marcel, etc. también se plantearon el tema; desde los
diversos existencialismos se formularon la pregunta que interroga por el sentido de la vida, en
clave ontológica. Lo que indica que para estos arqueólogos del pensamiento, la
vida humana constituía la posibilidad;
el poder ser en la decisión y autoplasmación; el ser humano en la singularidad
de su existencia, abierto a la trascendencia.
Me llama la atención
que en El mito de Sísifo, de Albert
Camus, comienza con una frase penetrante: “Hay sólo una cuestión seria que la
filosofía debe estudiar: la cuestión del suicidio”. Y es que la vivencia básica
del hombre surge de la triple coordenada: muerte-vida-convivencia, es donde se teje nuestra existencia. Vijver
(2000) dice que el suicidio, desde su perspectiva existencial, es una metáfora del
sinsentido, una metáfora de todo el
dolor humano y de las cosas incomprensibles que le suceden.
Todos nacemos con el deseo egocéntrico de
satisfacción llamado deseo de vivir,
pero la existencia nos impone un límite insuperable y frustrante del deseo: la
muerte. No la soportamos, es indeseable, la negamos, la camuflamos de mil
maneras (los cementerios son pequeñas ciudades, con sus calles y avenidas,
ahora con formas de parques –Memorial Park
- donde la muerte se camufla de modernidad) es la inconsistencia de la vida.
Esta sensación que sentimos frente a la muerte, como un problema radical, nos
achica, revela nuestra fragilidad, desnuda nuestra finitud, nuestro absoluto
aniquilamiento. Es el miedo a la nada;
horror vaqui; vaciarnos de la
existencia. ¿En qué consiste la radicalidad del problema de la muerte? En que
el hombre se encuentra en la existencia como el único consciente, es conciencia reflexiva, vive y sabe que vive, pero también sabe que va a morir y eso es lo que lo
hace precisamente ser humano; distinguiéndolo de otras especies vivas. Esta
facultad privilegiada lo convierte en el único viviente capaz de dar sentido a todo lo demás. La
existencia para que sea tal necesita de una conciencia para tener sentido y esto es único del ser
humano, lo hace singular, inefable, inédito e intransferible en su yo. Esto lo hace
“rey de la creación”.
El problema de las
coordenadas de la existencia, con la trama de muerte-vida-convivencia, no sólo la podemos ver desde la dimensión psicológica
y filosófica, sino también desde la dimensión teológica: la teología de la
creación, narrada por el libro del Génesis (2, 9; 3,22), nos describe dos
escena: En primer lugar, la escena utópica inicial, que ubica a Adán y Eva en una situación de vida consistente; representada por el Jardín del Edén (Paraíso en la
traducción de la septuaginta) y el “árbol de la vida en medio del jardín”; como
símbolo de la vida propia de Dios. El ser humano, en los personajes de Adán y
Eva, vive en un estado de armonía; de perfecta convivencia, participando de la inmortalidad, característica exclusiva
de Dios o de los dioses. “Ahora esto es carne de mi carne y hueso e mis huesos”
(Gén. 2, 23), se identifica así el bien del otro con el propio bien. Adán y Eva
tienen la libertad de ponerles nombre a los animales (Gén. 2,19-20) y comer
frutos silvestres y hierbas (Gén. 1, 29-30), lo que significa que el estado de
plena convivencia se extiende a la naturaleza; animales y plantas, como
condición fundamental para conservar el orden de la creación.
En segundo lugar, se
describe la escena de la experiencia de la realidad humana autónoma. Lo que había sido un estado de plena armonía, de
vida consistente; de pronto se torna inconsistente; sufre un vuelco, experimenta una transmutación. En
el relato, Adán y Eva son vinculados a la
decisión de comer del fruto del “árbol de la vida”. Comer del fruto del “árbol
de la vida” significa el intento de fundar el sentido de la propia vida y de su
plena realización en las posibilidades autónomas (Bentué 1995). Esta decisión
les significó la expulsión del Paraíso (Gén. 3,23). El ser humano deberá enfrentarse
ahora a la muerte, a la inconsistencia de
la vida como destino ineludible de su existencia. Cerrado el acceso al árbol de la vida, (Gén. 3,24) surge la
muerte y la imposibilidad de la convivencia armónica.
El hilo conductor del
relato bíblico, que es un relato teológico de la historia de la salvación, nos
indica las posibilidades que tiene el ser humanos frente a la inconsistencia de
la vida y al desgarramiento de su existencia. No es tema de esta reflexión
ahondar aquí por esa vía teológica. Lo que sí quiero dejar planteado en este
ensayo es que desde una perspectiva ontológica le ha sido dado al ser humano
una extraordinaria capacidad de intuición
radical del sentido de su existencia, que lo convierte en el único ser capaz
de preguntarse por qué las cosas son como son y no son de otro modo. Pero esta
capacidad no es sólo de poder preguntarse por el ser de las cosas, sino que
además el ser humano no puede vivir sin hacerse esta pregunta tan radical. Está
en nuestra esencia formularnos la pregunta por el ser, que es la pregunta más
radical por el sentido de las cosas, ya sea que no nos guste hacerla, ya sea
que no obtengamos una respuesta. Por eso frente a la muerte, que es la metáfora
de todo el dolor humano, o frente a la inconsistencia de la vida; que es el
vacío existencial, provocado por la pretensión de fundar el sentido de la
propia vida y de las posibilidades autónomas, conduce al realismo antropológico
de enfrentar la vida con los ojos abiertos (“el día que coman del fruto se le abrirán los ojos y serán como dioses”
Gén. 3,5), pero no para ver la consistencia inmortal (serán como dioses) sino
para ver su propia desnudez (Gén. 3,7).
La experiencia de la
segunda escena, de la inconsistencia de la vida (el vacío existencial) es
tremendamente frustrante, sin embargo, la escena utópica de la consistencia de
la vida, nos deja la esperanza que el ser humano es un buscador de sentido, un
ser incurablemente religioso. No puede vivir sin hallarle sentido a la vida, a
las cosas. Necesita comunicar ese sentido a los demás y para sobrevivir construye metarrelatos, narrativas,
historias y evoca la memoria. La construcción subjetiva del narrador, que hace
posible contar historias, narraciones es un permanente esfuerzo, una lucha
constante contra el sinsentido, contra el absurdo de la vida.
En un interesante texto
de E. Schillebeeckx hallamos que Jesús no sólo fue un narrador de parábolas,
sino que además él mismo es una parábola, es decir, su vida es una constante
búsqueda de sentido; es una expresión narrativa de sentido.
Bibliografía:
Bentué,
Antonio (1995) La opción Creyente, ediciones paulinas, Santiago
Camus,
Albert (1985) Versión digitalizada: http://www.correocpc.cl/sitio/doc/el_mito_de_sisifo.pdf
Gómez,
Santibáñez Guillermo (2009) Ensayo, Sócrates y la Filosofía de la ciudad.
Vijver,
Enrique (2000) Desafíos a la Fe, CLAI pág. 83-94
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