miércoles, 12 de enero de 2011

La Iglesia y la tentación del poder

La Iglesia y la tentación del poder

Guillermo Gómez Santibáñez

END - 20:02 - 27/12/2010


Desde la conversión de Constantino I, Emperador romano del siglo III, la Iglesia cristiana gozará en delante de los privilegios del poder, pero también sufrirá la tragedia de sus tentaciones.

Constantino, quien tendrá una milagrosa conversión a la fe cristiana, decretará en el llamado Edicto de Milán (en latín: edictum Mediolanenses) la libertad de culto, dando paso, luego de persecuciones y martirios, a lo que los historiadores cristianos llamarían la paz de la Iglesia, circunstancias en que el cristianismo podrá posesionarse como religión oficial del Imperio, cuando más del 10% profesaban ya la fe cristiana.

Los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas, excepto Juan) narran el episodio de Jesús cuando en su tiempo de retiro se enfrenta al tentador en el desierto, poniendo a prueba su divinidad. El sentido teológico del relato es poner las tentaciones, de acuerdo con la tradición deuteronomista, como tentaciones contra el amor de Dios, frente a la riqueza, a la gloria y al poder humano. La lectura teológica de este episodio nos lleva a sus consecuencias eclesiológicas en la que la Iglesia, como una institución humana y divina, no puede evitar las luchas espirituales, y en su misión divina tiene que enfrentar, inevitablemente, la soberbia, muy propia de la naturaleza humana, sin claudicar en su fidelidad a Dios, ni en su misión de anunciar a Cristo para salvación del mundo.

Por su naturaleza profética y sacerdotal, la Iglesia, como una institución histórica, ha tenido siempre que lidiar con el poder ad-intra y ad-extra. Desde su mismo origen, en el seno del judaísmo, emergen, en tanto comunidad cristiana de Jerusalén, dos visiones eclesiológicas, y dos lecturas teológicas en conflicto. En torno a los aspectos administrativos del ministerio y su acción caritativa con los más pobres, la Iglesia deberá tomar decisiones consensuadas que finalmente, y bajo estrictos criterios eclesiales, se pondrán en consulta con los Apóstoles.

Será el mismo San Lucas, cual historiador del Espíritu, y siguiendo el estilo literario de los historiadores antiguos como Herodoto, Tucícides, Tito Livio y Flavio Josefo, el que relatará, de manera magistral en los “Hechos de los Apóstoles”, su historia de la Iglesia en los primeros sesenta años. En las páginas de su obra histórico-teológica, San Lucas pone en evidencia las virtudes y debilidades de la Iglesia; no ocultando ni disfrazando los conflictos en el seno de ella. En el capítulo 6, l-6 se deja ver la alteridad de diferencia y de relación con la composición de una primera comunidad caracterizada por la diversidad.

Hebreos y helenistas, ambos, judíos residentes de Jerusalén y naturales de la diáspora, no pueden evitar el riesgo de reproducir los mismos pecados sociales, descuidando los derechos de los más débiles y privilegiando a los poderosos. Esta ha sido una tentación de la Iglesia, la de seguir las corrientes, tendencias y mentalidad del mundo, pero también la seducción de conducirse en las relaciones humanas tipificadas dentro del orden sociológico y cultural. La Iglesia es puesta a prueba en su caridad y espíritu comunitario bajo el desafío de compartir su fe sin distingo de ninguna especie. En el relato de Lucas antes citado; más allá de la ocasión que generó el conflicto interno, ya sea una cuestión pastoral-práctica de distribución justa de las ayudas a los pobres, o un aspecto más teológico, respecto a dos concepciones sobre la relación con Dios (las ideas helenista y el pensamiento oficial del judaísmo), la iglesia cristiana primitiva se vio enfrentada con el problema del conflicto, que surgió de la diversidad y de la concepción de Dios en la medida que esta fue creciendo y extendiendo sus fronteras. La misión en Jerusalén, en Judea y en Samaria, bajo la figura central de Pedro y la misión a los confines de la tierra, bajo la figura emblemática de Pablo, revelan, según el relato lucano, la riqueza carismática de la Iglesia y su extraordinaria capacidad de concordia frente a la diversidad y discrepancia.

El actual panorama social y político que vive Nicaragua, y en el que se hacen importantes esfuerzos, a diferentes niveles, por mejorar las condiciones de desigualdad y exclusión, la Iglesia tiene como misión fundamental contribuir en este proceso con su palabra reconciliadora y pacificadora. Los partidos políticos trabajan en función de la conquista del poder y ese es su principal objetivo; la Iglesia no tiene como meta el control del poder político, sino, y como lo expresó el Papa Benedicto XI; al referirse a las Misiones: “la Iglesia no actúa para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo, salvación del mundo”.

El Sumo Pontífice continuó diciendo: “Lo único que pedimos es ponernos al servicio de la humanidad, especialmente la que más sufre y la que está marginada, porque creemos que el esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo es sin duda alguna un servicio que se presenta a la comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad”.

Continúa el Papa: “la misión de la Iglesia es la de ‘contagiar’ de esperanza a todos los pueblos. Para esto Cristo llama, justifica, santifica y envía a sus discípulos a anunciar el Reino de Dios, para que todas las naciones lleguen a ser Pueblo de Dios”…Deseo confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia”.

En el caso concreto de la Iglesia local en Nicaragua, continuadora del llamado de Cristo en la voz del Papa, no puede perder su autoridad espiritual y moral, frente a un pueblo, mayoritariamente empobrecido por estructuras de poder injustas y desiguales, sino que debe poner lo mejor de sí, para que con su palabra pastoral favorezca el diálogo de todos los sectores, denunciando las injusticias y la violencia, en todas sus manifestaciones, pero también reconociendo los logros donde haya que reconocerlos, porque el bienestar de los empobrecidos es frutos del bien común.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Magnífico artículo.
Sergio Fernández