Epistemología del hecho religioso
Guillermo Gómez santibáñez
Universidad Politécnica de Nicaragua
RESUMEN
El hecho religioso es
considerado como un fenómeno polimorfo, haciendo que éste se someta a diversos
métodos de análisis y marcos teóricos. Su objetivo es poder establecer un
juicio descriptivo e interpretativo del fenómeno religioso, expresado en su
pluralidad sociocultural y en su sentido más profundo. El instrumento de
análisis y su metodología científica, inter y multidisciplinario, aplicado al
hecho religioso, permitirá una comprensión objetiva y científica de la
experiencia religiosa, haciendo más comprensible su expresión simbólica y el
comportamiento humano frente a lo
sagrado.
Palabras Claves: religión, sagrado, profano, misterio, santo
En
Nicaragua existe un vació epistemológico respecto a los estudios científicos
sobre el hecho religioso[1]. Podemos
encontrar algunos breves ensayos o hipótesis de trabajo aproximativos en el
campo antropológico, sociológico e histórico sobre los fenómenos religiosos,
manifestados en el universo simbólico de la realidad multicultural
nicaragüense, pero no se advierten estudios de rigurosidad científica ni
sistematicidad metodológica sobre el particular.
Las
ciencias de la religión han avanzado bastante en el estudio del hecho
religioso, sobre todo por los diversos abordajes de frontera que ellas han
desarrollado. Por ejemplo ciencias como la Historia, la Sociología y la
Psicología han desarrollado estudios directos, indirectos y comprensivos, con
resultados extraordinarios como los estudios descriptivos aportados por Durkheim, Weber, Freud y Jung. Desde la
fenomenología, los estudios analíticos
de E. O. James, Widengren y Velasco, han sido sorprendentes. Desde la Filosofía
de la Religión y la Teología, la hermenéutica
o teoría interpretativa ha conciliado posiciones meramente especulativas y dogmáticas
para corroborarlas y complementarlas con aquellas de validez científica.
(Verificabilidad)
En la
trayectoria de los procesos sociales, políticos y económicos de Nicaragua el
factor religioso, como universo simbólico, ha jugado un papel histórico
fundamental. Esto no ha sido una cuestión exclusiva de Nicaragua, sino un
fenómeno de especificidad y rasgo continental, pues se hace presente a lo largo
y ancho de la multiculturalidad y pluriculturalidad de América Latina y el
Caribe.
Para comprender el complejo y
complicado mundo religioso, constitutivo de nuestro “modo de ser”[2]
nicaragüense, debemos precisar que en nuestra experiencias religiosa convergen
dos mundos culturales con sus respectivas variables; por un lado el cristiano
occidental, que llegara con los españoles en el periodo de conquista y
sometimiento de las civilizaciones originarias de Abya-Yala[3]
y Tahuantinsuyo[4] en el
siglo XVI y que impusiera un absolutismo que fundía la religión cristiana con
las pautas de la civilización occidental en un todo indisoluble. El llamado
“encuentro” de dos culturas; la hispánica y la indígena, estuvo sin duda marcado por un encuentro
excepcionalmente asimétrico, donde el polo europeo protagónico va configurando
un proceso con una nueva realidad social y cultural, relativamente homogénea y
cohesionada, no por su capacidad de asimilación a las culturas indígenas, sino
a partir de la nivelación de ellas.
El proceso de gestación y constitución al mismo tiempo, creador de una
nueva realidad socio-cultural (colonial y cristianización), caló huellas
profundas entre la relación religión y cultura a lo largo de cinco siglos de
presencia en nuestro continente. La invasión europea frente al mundo indígena,
significó la eliminación de las formas de organización social, de sus
costumbres y de sus libertades como la muerte de sus dioses. Frente a la
implacable expansión de otro que se impone como el conquistador, el encomendero
o el comerciante, el misionero es visto por el indígena como parte de este
mundo invasor. El cristianismo que trajeron los españoles fue parte del poder
del invasor que junto a la cruz puso la espada como figura militar y estatal.
La Iglesia situada frente a una constelación histórica de la expansión europea
no pudo desligarse del poder y luego del periodo de “tiempo fundante” en que se
consolida la conquista europea, esta se ubicó inequívocamente en un lugar
social y cultural bien preciso: el polo de los grupos de poder en la sociedad, y desde allí irradió su
influencia a los que no tenían poder; a los pobres y marginados.
Con el advenimiento de la época republicana el proceso misionero no habría
de cambiar en la formación religiosa y occidental de la clase dirigente criolla
y sus rasgos más propios se mantendrían hasta el presente. La doctrina católica
romana es el sello del proceso colonizador emprendido por España y Portugal,
articulándose muy bien como llave de poder en manos de los conquistadores y
administrada como mecanismo de dominación.
Dentro de este mismo empeño colonizador y civilizatorio interviene,
hacia la segunda mitad del siglos XIX, otro fenómeno religioso, asociado a la
colonización que Inglaterra realizara en los Estados Unidos con su doctrina
puritana y formas incipientes del capitalismo y que de manera organizada y
estratégica se lanzara posteriormente a ultramar en las misiones de fe, cuyo
blanco era el continente Latinoamericano. El advenimiento de los
protestantismos[5] bajo
las iglesias de inmigración y de las iglesias misioneras libres, esta últimas
con la pretensión de disputarse el campo misionero hegemónico de la Iglesia Católica
en América Latina, coincidirá y se identificará con el impacto e influencia del
liberalismo imbuido de doctrinas iluministas y un pensamiento con rasgos
laicista.
Por otro
lado, y en el plano del desarrollo y
despliegue de la cultura indígena, se haya presente en el imaginario religioso
nicaragüense el mundo cultural autóctono, de tradición oral, con una riqueza
espiritual enorme y ancestral, ligada a la naturaleza y temeroso de sus grandes
y pequeñas deidades: Tamagastad y Cipaltomal, Ochomogo y Chicociagat, Quiatot,
Mixto, Cacahuat, Ehecat y Misesboy; divinidades que en jerarquía se ubicaban
bajo el Dios Supremo: Tomateot. La existencia de nuestra cultura autóctona, de
arraigo mágico-religioso, fue marginada por la cultura dominante y muchas veces
objeto de incomprensiones por la misma Iglesia durante el proceso colonizador.
Para Morandé
(1999), nuestra identidad cultural latinoamericana en su formulación teórica
más avanzada, se formó en el encuentro entre los valores culturales indígenas y
la religión traída por los españoles. Este encuentro se da, no en el texto,
sino en una experiencia fundante más vital; en la oralidad, como un ethos;
es decir, como una experiencia común que brota del encuentro entre seres
humanos, y que vive de su constante memoria. El sujeto de esta experiencia fundante
fue el mestizo, una mezcla de español
e indígena. Esto, que pudiera parecer una contradicción con lo anteriormente
señalado, y que negaría la existencia de dominación del indígena, en el
planteamiento de Morandé se intenta establecer que la dominación no es crucial
para entender la identidad latinoamericana, sino que para comprender la
síntesis cultural surgida de las dos culturas, occidental y autóctona, es
necesario privilegiar las relaciones de participación
y pertenencia más que las relaciones
de diferencia y oposición. La dialéctica del amo y del esclavo de Hegel sería
inapropiada para interpretar la relación entre conquistador e indígena.
La
asimilación de la fe cristiana por parte del indígena se debe a coincidencias y
experiencias comunes con el énfasis católico en los ritos y la liturgia y la
concepción cúltica y ritual de la vida en las culturas indígenas. La representación, la liturgia y
el teatro sintetizaron el encuentro entre la cultura escrita española y la
cultura oral indígena. Esto nos lleva a afirmar que el lugar del encuentro, la
cuna de la cultura latinoamericana, es sacral;
tiene un sustrato real católico, y se constituyó entre el siglo XVI y el XVII,
por lo tanto, el ethos cultural
latinoamericano posee cuatro rasgos distintivos: 1. Se constituye antes de la Ilustración y por lo
tanto la razón instrumental, no forma parte de él. 2. Tiene una estructura
subyacente necesariamente católica. 3. Privilegia al corazón y a su intuición,
prefiriendo el conocimiento sapiencial antes que el conocimiento científico. 4.
Se expresa mejor en la religiosidad popular; (Morandé: 1999).
La religión,
inserta en la cultura de un pueblo, forma parte de su identidad cultural. La
religión es inherente al ser humano y una producción social, colectiva; es
también una forma de conocimiento. Conocer es más bien un acto de crear, de
construir el mundo, no de representarlo o reproducirlo y esto tanto en lo
mítico como en lo científico. La realidad se construye y crea conocimiento y en
tanto la religión es mediación, es ella misma cultura, construcción, por lo tanto constituye una forma de conocimiento.
Mientras la ciencia construye conocimiento en el concepto y el signo, la
religión lo hace en el símbolo y la imagen. (Melich:1996), el sustrato
religioso de nuestra identidad cultural latinoamericana; no disuelto por la
modernidad y su razón instrumental, hacen posible que nuestra cultura se
exprese en su religiosidad popular como un espacio de resistencia y memoria y
de irrupción de lo sagrado en el mundo.
La
experiencia religiosa es un hecho que nos atañe a todos los seres humanos. El
ser humano es incurablemente religioso; un incansable buscador de sentido, el
único capaz de formularse la pregunta por el ser; por qué las cosas son como
son y no son de otro modo. En esta perspectiva antropológica, la experiencia de
lo sagrado y la actitud religiosa del hombre son un punto de referencia clave
para comprender y describir el fenómeno religioso como hecho experiencial y
cultural. “Cualquiera sea el contexto histórico en el que está sumergido el homo religiosus cree siempre que existe
una realidad absoluta, lo sagrado, que trasciende este mundo, pero se
manifiesta en él y por este hecho lo santifica y lo hace real” (Eliade: 1967).
El
ser humano interpelado en su realidad vital por lo divino, primordial y
absoluto, ontológicamente superior, intenta insertarse en ciertas acciones que
transforma en ceremonias. Ante esta experiencia profunda, el ser humano
responde con una actitud religiosa determinada por lo sagrado. En cuanto
experiencia de sentido último, la experiencia humana no se limita a lo
percibido por los sentidos y que se puede verificar como pretenden el empirismo
y el positivismo (Hume, Comte), ni menos a la captación de la propia conciencia
y a la racionalización del yo (según la lógica de Hegel). Las formas de acceso
a la realidad son múltiples y complejas y hay que explorarlas en su
objetividad.
La
experiencia científica se refiere a objetos y acontecimientos controlables
empíricamente y la razón dialéctica se centra en el ejercicio de la propia
razón (autorreflexión). En tanto que la experiencia religiosa como búsqueda de
sentido, interpreta simbólicamente los contenidos de las anteriores,
comprometiendo a personas en un campo significativo más amplio e inobjetable.
La actitud religiosa se puede definir según estos principios como una
experiencia de sentido, en cuyo centro está lo sagrado, lo numinoso y santo,
como punto último de referencia que garantiza la realización del hombre. Según
esto, no es experiencia de lo inmediato,
sino profundización de ella.
Esta
realidad fenomenológica del hecho religioso tiene sus implicancias y
especificidades propias en el contexto latinoamericano, en donde ha calado su
huella el pensamiento postmoderno muy minoritario;
que declara el fin de todo proyecto totalizante y de todo fundamento,
desmitificando radicalmente toda realidad global. Esta es una expresión muy
marcada de ateísmo nihilista y máximo rechazo a Dios sólo
narrables en círculos muy pequeños. Nuestro continente latinoamericano,
con sus características propias y raigambre religiosa, se ve acicateado por un
trazo transversal de los nuevos movimientos religiosos que cuestionan y
desafían las formas y expresiones clásicas de religiosidad. ¿Cuáles son estos
rasgos distintivos? ¿Cuál es la respuesta religiosa del hombre latinoamericano,
a la crisis del paradigma de la modernidad? Son preguntas que se levantan y a
las que hay que responder desde una premisa epistémica.
El
cambio de época que enfrentamos está marcado por un drástico cambio cultural
“posreligioso”, diferente del ateísmo clásico y de la increencia de la
Ilustración (una especie de laicismo de segundo grado
o secularización de la secularización), sus señales más sobresalientes
son un descenso de la práctica reglada de la religión tradicional, difusión de
formas y prácticas alternativas de otras tradiciones espirituales. Esto pone en
evidencia, que la crisis de la religión, y con ello el cristianismo
predominante en América Latina, radica no en la posibilidad de su desaparición,
sino en una sustantiva transformación y nuevas formas de espiritualidad proveniente de todas las direcciones geográficas y
culturales, que complejizan el trazado de su mapa.
Dado
la importancia que reviste el hecho religioso como fenómeno social y cultural y
la necesidad de su justificación racional y metodológica, se hace necesario el
estudio del origen del mismo, sus funciones en la sociedad y en las
instituciones donde hace su aporte con sus bienes espirituales, sus creencias y
rituales.
Los
estudios religiosos no sólo se pueden ver desde un análisis del hecho religioso
fenoménico, sino que también como hecho social, producto de una creación humana
y cultural, donde se implican relaciones causales de orden político, socioculturale
y económico. Por lo tanto, es necesario partir de la construcción de una teoría
de la religión y de presupuestos hermenéuticos que nos permitan hablar de la
religión bajo una definición y conceptualización menos compleja y abstracta y
más bien situada en el entramado social y cultural del imaginario nicaragüense.
La
perspectiva de los estudios de las Ciencias de la Religión nos remite a una
teoría general de la religión occidental, que nos da la visión positivista
comtiana y las cosmovisiones judías y cristianas que más han influido en la
cultura ibero indígena de América
Latina.
Desde
aquí comprendemos que el proyecto civilizatorios de Europa en América Latina,
no sólo implicó el choque de dos culturas, sino también de dos cosmovisiones
que tuvieron que resistir y luego convivir bajo rupturas y continuidades en el
mestizaje y la hibridez cultural. En este proceso civilizatorio, la religión
jugó un rol determinante y fundante de los imaginarios; del sentido de la vida
y de la ética, que luego vendrían a instaurar y legitimar la nueva
institucionalidad del orden social y político. El predominio de la cultura de
la cristiandad, iniciada en 1492 tiene su desarrollo y hegemonía hasta finales
del siglo XVIII, cuando irrumpe en América Latina el Positivismo, que penetró
en los sectores ilustrados de América Latina por influencias de estudiantes Brasileños,
Argentinos y Mexicanos, que habrían tomado contacto en París con la filosofía
de Augusto Comte. Este nuevo estadio, que intentará explicar la realidad desde
categorías racionales y a partir de hechos, no acabará con la religión, sino
que por el contrario, ésta cada vez se mutará mediantes procesos
secularizadores y laicos que intentarán apoyarse en el sistema de creencia y
buscarán darle otro sentido profano y no sacral. La definición dukhemniana que
ha dominado los círculos académicos es la que sostiene que las religiones son subsistemas
sociales, sistemas de creencias, practicas y rituales; creaciones
socioculturales que favorecen el proceso de humanización. Esto hace muy difícil
su desaparición o disolución y explicaría de ese modo su supervivencia. Las
religiones reencantan el mundo y posibilitan proyecto de vida comunitaria; le
dan cohesión, sentido y significado a la vida y hacen el mundo habitable.
Dentro
de los estudios sociales y culturales, se abre una frontera y horizonte de
enormes posibilidades de investigación en el campo de los estudios religiosos; por tal razón el
Centro de Estudios Latinoamericanos y Caribeños de la Universidad Politécnica ha
creído necesario abrir una línea de investigación en el ámbito de las Ciencias
de la Religión y aproximarnos al estudio del hecho religioso y la experiencia
de lo sagrado, bajo los procedimientos de la construcción teórica y de la
metodologías científicas.
El
ser humano es por naturaleza un ser dotado de trascendencia, capaz de
religarse. Desde la remota prehistoria es un homo religiosus que se
proyecta como una constante transcultural y universal. Su finitud radical
humana lo ha llevado a verse y sentirse criatura con una profunda necesidad de
ligarse a lo tremendo, mistérico, sagrado. M Eliade lo llama a esto “ruptura de nivel” en el que la vida
ordinaria entra en el orden de los agrado y se muestra como trascendencia en
una serie de manifestaciones religiosas.
Diversas
son las expresiones que a lo largo de la historia se han mostrado con un mayor
o menor nivel de acercamiento o distanciamiento, frente al hecho religioso;
desde Feuerbach que afirmara: “homo
homini deus” “el hombre es dios para el hombre”, o la de san Agustín: “Deus interior intimo meo et superior summo
meo” Dios es lo más profundo y cimero del hombre. Toda la filosofía moderna
y contemporánea lleva en su reflexión la resonancia del grito agustiniano “nos
hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
ti” (Confes.I,1,1). Goethe, admirando la maravilla de la cultura helena dijo:
“que cada uno sea griego a su modo, pero que lo sea”. Extrapolando la idea de
Goethe podemos decir, respecto al hombre religioso, que cada uno sea
agustiniano a su modo, pero que en el fondo lo es.
La
religiosidad humana ha sido una constante transcultural, así lo evidencias los
vestigios arqueológicos, paleontológicos, epigráficos e iconográficos. Desde el
paleolítico, mesolítico y neolítico, pasando por la cultura sumerobabilónica,
egipcia, indoeuropea antigua, griega, romana, etrusca, amerindias, gnósticas,
afroasiáticas del hinduismo, budismo, confucianismo, chamanismo, taoísmo,
sintoismo y las religiones monoteístas como la hebrea, la cristiana e islámica
coránica (Poupard: 1987)
Desde
la fenomenología el comportamiento religioso del ser humano puede mostrar que
la realidad profunda, y por tanto su comprensión, nos remite a una realidad que
trasciende el círculo inmanente de objeto-sujeto en el mundo. El problema
existencial del hombre en su realidad finita y en su carencia ontológica, es
decir, en su falta de fundamento o inconsistencia autónoma, es como un “ojal”
cuyo sentido no está en si mismo, sino en un “botón” no inmanente al ojal, pero
sin cuya referencia al ojal la comprensión queda incompleta. (Bentué. 2001)
Dicho de otra forma; el ser humano experimenta su realidad profana, es decir,
su presencia en el mundo, como radicalmente no fundado en sí mismo,
remitiéndose a otra realidad que trasciende lo profano, a esa realidad fundante
se le denomina lo sagrado. Diversos
estudiosos, desde Scheliermacher (1799), pasando por F.M. Muller, (1823-1900)
N. Soderblom, (18866-1931) R. Otto, (1869-1937) G. Dumézil, C.G Jung
(1875-1961) y hasta M. Eliade (1907-1986) han mostrado un vivo interés por el
estudio de lo sagrado como una dimensión trascendente, mistérica y absoluta,
pero que tiene una manifestación epifánica en un contexto histórico determinado
en una experiencia religiosa humana.
No
es la intención de este ensayo entrar en mayores detalles, ni extenderme más
allá de ciertas puntualizaciones epistemológicas. Lo que nos interesa plantear
aquí es poder establecer ciertas categorías de análisis para un modelo teórico
sociológico del hecho religioso, desde los datos de las ciencias positivas y
clasificar los distintos abordajes para un estudio de lo sagrado y lo profano
desde la fenomenología de la religión y de las experiencias observadas en
distintas manifestaciones religiosas en Nicaragua.
Bibliografía
Bautista
Esperanza, (2002) Aproximación al estudio
del hecho religioso, Navarra: Verbo Divino.
Bentué,
Antonio, (2001) La opción creyente. Santiago
de Chile: Paulina.
de
Sahagún, Juan, (1999) Fenomenología de la
religión, Madrid: BAC
Eliade,
Mircea, (1981) Tratado de historia de las
religiones. Madrid: Cristiandad.
Estada,
Juan (2010) El sentido y el sinsentido de
la vida, Madrid: Trota
Fernández,
Manuel (1997) La ambigüedad social de la
religión, Navarra: Verbo Divino
Larraín,
Jorge. (1996) Modernidad: razón e
identidad en América Latina. Santiago: Andrés Bello.
Poupard,
(ed.) (1987) Diccionario de las religiones, Barcelona: Herder.
Severino,
José (2002) Experiencia de lo sagrado,
Buenos Aires: Verbo Divino
[1] Dentro de los estudios
sobre religión se denomina hecho religioso a las experiencias religiosas del
ser humano dentro de los sistemas sociales y expresadas a través del símbolo,
instituciones sociales y estamentos que son propias de la cultura
[2] He preferido usar el
término “modo de ser” ante que el de identidad, debido a que el primero nos
resulta más familiar, no así el segundo que tiene múltiples aproximaciones y
provoca bastante discusión entre algunos teóricos. De todas maneras el término
habla de los modos de ser, pensar y actuar colectivamente que habitan nuestra
América como algo propio.
[3] Abya-Yala; "tierra viva",
"tierra madura", o "tierra en florecimiento" es el nombre
dado al continente
americano
por las etnias kuna de Panamá y Colombia antes de la llegada de Cristóbal Colón y la invasión europea. Aparentemente, el
nombre también fue adoptado por otras etnias americanas, como los antiguos mayas. Existen actualmente diferentes
representantes de etnias indígenas que insisten en su uso para referirse al
continente
[4] Los incas llamaban a su
imperio Tahuantinsuyo, que significa "las cuatro partes del mundo" y
que abarcaba los Andes, un territorio que incluía lo que hoy son Perú, Bolivia,
Ecuador, el sur de Colombia y el norte de Chile y de Argentina. Su centro era
Cuzco.
[5] Término empleado por el teólogo e historiador suizo Jean-Pierre
Bastian para señalar que en América Latina no existe un solo protestantismo
homogéneo, sino una diversidad de tradiciones religiosas evangélicas y que
constituyen un conjunto de protestantismo sectarios aculturados a las prácticas
y valores de la religión y la cultura popular.